miércoles, 13 de junio de 2018

Somos seres políticos en tanto en cuanto somos conscientes de nuestra responsabilidad.

Vamos a ver, vamos a ver: nuestros gobiernos están corruptos, nuestros mares contaminados, nuestros cielos enegrecidos, y nuestras calles llenas de basura, así que hagamos una de "limpieza mental" y leamos esta clase de cosas que, de una "hostia" de realidad nos ponen de cara a nuestro deber como ciudadanos, "Señor" - le he dicho hoy a un "caballero" que pasaba por la calle a mi lado, " se le ha caído ese papel", "Ah, no, es de un caramelo", "Ya, pero no se tiran las cosas al suelo", "¡Si sólo es un papel"... Y así, vamos ensuciando nuestras ciudades y nuestras mentes se limitan a realizar actividades que sacien nuestras necesidades básicas y eviten caer en la concienciación, en el darse de bruces con nuestra egolatría. 
Nada de quejarse: no tires el papel al suelo, no tires así mismo tu voto a la basura, ni tampoco tu capacidad de mejorar tanto personalmente como a nivel colectivo.


"La irresponsabilidad gubernativa tiene su complemento en la de quienes consideran que ellos no tienen que responder de nada porque es el gobierno el que debe resolverlo todo. ¡De nuevo la mentalidad totalitaria, que hace del Estado y sus representantes un absoluto fuera del cual sólo hay impotencia! En la sociedad democrática los ciudadanos podemos y debemos reivindicar nuestro derecho (que también, en cierta medida, supone nuestra obligación) a intervenir, a colaborar, a vigilar, a auxiliar cuando nos parezca necesario. Hay personas que en lugar de lamentar que los inmigrantes no conozcan nuestro idioma se ofrecen voluntariamente a enseñárselo, sacrificando horas de ocio; otras cooperan con su esfuerzo o su dinero en mantener movimientos sociales (educativos, antirracistas, asistenciales, etc.) o instituciones no gubernamentales como Anmistía Internacional, las Asociaciones de Derechos Humanos o Médicos sin Fronteras, cuya labor es imprescindible en el mejoramiento de la sociedad civil actual. Quien nunca se siente reclamado en conciencia democrática a hacer lo que cree que debe hacerse no queda excusado por mucho lamentar elocuentemente que «los gobiernos» tampoco lo llevan a cabo. Sin restarle un ápice de importancia a la responsabilidad individual, es justo reconocer nuestra corresponsabilidad social por no prevenir situaciones próximas a nosotros que verosímilmente han de acabar en delitos o desastres. 

Vamos a ser claros: los irresponsables son los enemigos viscerales de la libertad, lo sepan o no. Todo el que no admite responsabilidades en el fondo lo que rechaza son las libertades públicas, ininteligibles si se las desvincula de la obligación de responder cada uno por sí mismo. Libertad es autocontrol: o bien cada cual llevamos un policía, un médico, un psicólogo, un maestro y hasta un cura al lado para que nos digan lo que hay que hacer en cada caso o asumimos nuestras decisiones y luego somos capaces de plantar cara a las consecuencias, para bien o para mal. Porque ser libre implica equivocarse y aun hacerse daño a sí mismo al usar la libertad: si por ser libres jamás puede pasarnos nada malo o desagradable... es que no lo somos. A fin de cuentas, la Ilustración política que a mediados del siglo XVIII desembocó en la democracia moderna supone —como ya señaló el viejo Immanuel Kant en su día— que los hombres hemos salido de la minoría de edad política. 

Si somos adultos, podemos organizamos como iguales ante la ley y libres; en caso contrario, necesitamos un Superpapá que nos defienda de nosotros mismos, es decir, que restrinja, oriente y administre nuestra capacidad de actuar libremente. Por supuesto, el puesto de Superpapá tiene un candidato que se presenta voluntario y cuenta con todas las bazas para ganar el título: ya te imaginas que me refiero al Estado. A la manía burocrática de convertir al Estado en nuestro padre en lugar de ser nuestro consejo de gerencia (manía apoyada por todos los que miran al Estado de modo timorato, mimoso e infantil, en lugar de adulto y participativo) se le llama comúnmente paternalismo. Y tiene un éxito que no veas. Los irresponsables infantiloides son de dos tipos: los que tienen miedo a los demás y los que se tienen miedo a sí mismos. En ambos casos, la consecuencia final es la misma: cuantas más prohibiciones haya, más seguros y contentos estaremos. Como consideran que el Estado es su Gran Padre, le rezan a su modo pidiéndole: «no nos dejes caer en la tentación». Porque todos los irresponsables, en lugar de creer en la libertad (que es una cosa bonita pero muy comprometida), creen en el mito de la tentación irresistible. Es decir, creen que hay ciertas imágenes, o palabras, o sustancias, o conspiraciones, o lo que sea, las cuales nos seducen de modo automático y arrollador, hasta tal punto que frente a ellas no cabe defensa ninguna pues aniquilan en nosotros toda capacidad decisoria. 
Vamos, como diría el castizo: que no se pué aguantá... De modo que la única salvación es que llegue el papá Estado y prohíba la tentación: en cuanto deja de haber tentación, deja de haber peligro, piensan los pobrecillos. Ya te digo que son muy infantiles. No caen en que el asunto presenta por lo menos dos dificultades insalvables. Primera: cuanto más se prohíbe y persigue una tentación, más tentadora se la hace. En la mayoría de las ocasiones, hasta que no nos señalan el fruto prohibido no nos damos cuenta de lo mucho que nos apetece. Y si el fruto no sólo es prohibido, sino prohibidísimo, pues fíjate qué gusto más grande. Segunda dificultad: cada uno tenemos nuestras propias tentaciones, de acuerdo con nuestras peculiares fantasías. Es decir, cada cual quiere prohibir a todos lo que le presenta problemas y le causa sudores a él o a la gente de su familia.


Abundan los casos semejantes y el más grave por sus efectos sociales es el de las drogas. Desde que su prohibición y persecución se ha institucionalizado como una auténtica cruzada internacional, se han convertido en el negocio más fabuloso del siglo (no hay nada tan provechoso económicamente como las tentaciones) y cada vez hay más delitos relacionados con ellas, más desaprensivos que trafican con ellas, más muertes por adulteración o sobredosis de un producto sin control (imagínate lo que pasaría si cada vez que te tomases una aspirina no supieras cuánta cantidad de ácido acetilsalicílico hay en la pastilla ni si contiene otras sustancias diversas, como estricnina o cemento), más incautos que aspiran a llegar al paraíso o al infierno de lo prohibido para escapar de lo cotidiano, etc.. ¿No sería más eficaz despenalizarlas —lo cual acabaría con el negocio de las mafias que las manejan— e informar sin aspavientos ni melindres sobre las consecuencias de su uso y sobre todo de su abuso? Recuerda lo que ocurrió en Estados Unidos con la dichosa Ley Seca: antes, los borrachos no tenían más problema que el alcohol; después, tuvieron el problema del alcohol... y el de Al Capone. Las tentaciones, hijo mío, no se pueden combatir a base de prohibiciones porque las prohibiciones las fomentan y además perjudican a las personas que empleando mejor su libertad son capaces de usar las cosas sin abusar de ellas. Siempre habrá quien utilice lo que está a su alcance (la química, el erotismo, la política, la religión, cualquier cosa) para autodestruirse o para castigarse por sus pecados. Pero lo único que puede hacerse si queremos una sociedad adulta y no represiva es educar para la templanza y preparar para la prudencia a los individuos libres. ¿Acaso porque hay quien se tira desde un sexto piso vamos a construir todas las casas de una sola planta? Estas consideraciones nos llevan a la escabrosa cuestión de la tolerancia, directamente ligada a cuanto te vengo diciendo sobre libertad y responsabilidad.

Vivir en una democracia moderna quiere decir convivir con costumbres y comportamientos que uno desaprueba. Te insisto en que tan democrático es lo de convivir como lo de desaprobar y quiero aclararte en qué sentido. Empecemos por lo de la convivencia. Desde el punto de vista cultural y social, la unanimidad, lo de todos a una, el aquí somos así, lo de «al que no le guste que se vaya», la limpieza étnica, el horror al mestizaje y al contagio de modas y modos, etc., son formas de barbarie y aún peor: de barbarie estéril. La comunidad democrática es la formada por individuos capaces de desarraigarse de las imposiciones del lugar de origen, de la tradición, de la sangre y elevar a convención reformable lo que ayer fue rutina sagrada. ¿Quiere decir esto que ya no habrá memoria ni experiencia actual de los lazos comunes? No, en absoluto: lo que se trata de borrar es el determinismo de aquello que uno no ha elegido ser. Algo tenemos todos democráticamente en común: la posibilidad de romper con las fatalidades de nuestros orígenes y de optar por nuevas alianzas, nuevos ritos y nuevos mitos. Perdona que deba ser algo rebuscado en las expresiones, pero se trata de un asunto fundamental. En una democracia moderna debe darse una base única y sobre ella numerosas realidades plurales. La base única la forman las leyes —es decir, el elemento abstracto, convencional, pactado, revolucionario incluso— que han de ser iguales para todos y que deben resguardar los derechos humanos y determinar los correspondientes deberes. 


Te aclaro que las decisiones democráticas se toman por mayoría pero que la democracia no es sólo la ley de las mayorías. Aunque la mayoría decidiese que los ciudadanos de piel negra o los de religión budista no deben participar en la vida política del grupo, ésta no sería ni mucho menos una decisión democrática. Tampoco lo sería aceptar por mayoría la tortura, la discriminación por cuestiones de preferencia sexual, ni (y aquí, ya ves, me opongo a lo vigente en algunos países democráticos) la pena de muerte. Además de ser un método para tomar decisiones, la democracia tiene también unos contenidos de principio irrevocables: el respeto a las minorías, a la autonomía personal, a la dignidad y la existencia de cada individuo".

Fuente: Política para Amador, Fernando Savater.

Elena Delgado.